sábado, octubre 13, 2007

BIENVENIDOS AL UNIVERSO DE DON BENITO...

Esta historia ni siquiera puede empezar como cualquier biografía: “Fulano nació el tanto del tanto de tal año”. Lo que se sabe de Quinquela es que un 21 de marzo de 1890 fue dejado en la Casa de los Expósitos de Buenos Aires. Estaba arropado en telas finas. Junto a él una nota decía: “Este niño ha sido bautizado y se llama Benito Juan Martín”. Junto a la nota, un pañuelo con una flor bordada y cortado por la mitad, recurso clásico para reconocer a un familiar abandonado cuando la madre decide recuperarlo.

Pero la mujer con la otra mitad de la flor bordada no apareció jamás. Las monjitas de la Caridad que tenían a su cargo la institución estimaron, a ojo de buen cubero, que debía tener unas tres semanas de vida, de manera que se dio por fecha de nacimiento el 1º de marzo, quizá. No tenemos recuerdos precisos de nuestros primeros años, y a Benito le ocurrió lo que a todos: imágenes aisladas, guardapolvos grises, disciplina con amor, protección del frío y el hambre.

Sólo una idea penetra como una espada de sol en sus recuerdos: la certeza de que alguien lo va a venir a buscar, de que una mujer lo va a querer como hijo. Cada tanto, llaman a los chicos mientras una pareja de adultos espera en la sala. Son los minutos del destino. La pareja se decide y un chico tiene hogar. Y el resto es amor. Quinquela recuerda la ansiedad con que esperaba ese momento decisivo, pero lo asombroso del caso es que cuando llegó, cuando una pareja lo eligió, a los 5 ó 6 años, Benito no pudo recordar más tarde nada en absoluto de la situación. Pero los afectos se encaminaron rápido.

“Mi vieja me conquistó en seguida –dicta Quinquela en su autobiografía recogida por Andrés Muñoz y publicada en 1963– y desde el primer momento encontró en mí un hijo y un aliado”. Justina Molina tenía sangre india, venía de Gualeguaychú y era analfabeta, lo cual no le impedía atender la carbonería en el barrio porteño de la Boca con perfecta eficiencia: se acordaba mejor que cualquier computadora actual del estado de cuentas de cada cliente.

Manuel Chinchella era un forzudo italiano que redondeaba los ingresos de la carbonería con trabajos en el puerto, donde cargaba de a dos las bolsas de 60 kilos. Su trato con el niño era un poco distante, de ruda ternura, pero cada tanto una caricia cuando el padre llegaba del puerto le tiznaba la cara al purrete. Pronto empezó a ir a la escuela. Aprendió lo elemental durante tres años. También aprendió la ley de la calle, las guerras de pandillas entre la Boca (italiana) y Barracas (española), y a usar el alambre de púa como arma, envenenándolo con ajo.

Pero duró poco. A los tres, años sus padres lo sacaron de la escuela para que ayudase en el reparto de carbón. Algunos clientes eran de la Boca, de este lado de la calle Patricios, zona confiable, pero otros eran del lado enemigo, y Benito tenía que apechugar solo en zona hostil. Aprendió a defenderse a pedradas, o mejor dicho a carbonazos, que tenía siempre a mano. Tenía 10 años. Se entretenía haciendo garabatos con el carbón en las paredes. Barrio y política En esos tiempos de comienzos de siglo, la Boca era el puerto de una de las ciudades más pujantes del mundo. En el apuro de construir un país, se amontonaban barcos sobre las aguas oleosas y ya un poco podridas. Cuando un viejo navío no daba para más, iba al cementerio, donde lo desguazaban y lo dejaban desnudo, tapado cada tanto sólo por las nieblas de la Ribera, que convertían a esas estructuras ya inútiles y carcomidas en pesados fantasmas que se veían a fragmentos a lo alto, por encima de la bruma, despertando las locas fantasías de la nostalgia quebrada.

Los habitantes del barrio no eran menos singulares. De todas las latitudes llegaban inmigrantes que ponían a prueba la tolerancia y la intolerancia de los vecinos. Muchos habían dejado una mujer del otro lado del mar. Los vaivenes de la vida obligaban a decir “¡Adiós!” con demasiada frecuencia: “adiós” a los que se volvían, “adiós” a los que probaban suerte en el interior. Todos los destinos se jugaban a una ilusión.

En una ocasión, Quinquela se acercó a la orilla para analizar la posibilidad de pintar uno de esos paisajes fantasmagóricos. De pronto, sintió que alguien lo tomaba del brazo:

–¿Qué va a hacer?
–Nada. Aquí estoy mirando estos muertos (se refería a los barcos).
–¿Qué muertos?... Usted iba a suicidarse. No sería el primero en este sitio... Yo mismo me asomé al cementerio de barcos y de pronto me tiré al agua...
–¿Y por qué se tiró?
–Por culpa de una mujer. Una traición... A mí ya se me pasó. Todo se olvida, y a la mujer que nos traiciona, también. Pero si usted no está curado todavía, mejor que no vuelva por aquí...

Los socialistas trataron de poner un sentido al caos de esa vida hirviente e inestable. Sus sociedades iniciaron la lucha por la mejora social. Benito se daba una vuelta por la de Caldereros, la más brava. En 1904 hubo elecciones.

Los socialistas no se ilusionaban mucho, pero Quinquela no dejaba de pegar carteles y distribuir volantes, como buen militante juvenil. Pero los socialistas eran casi todos extranjeros y la mayoría no podía votar. En la Boca se presentaron ese año candidatos roquistas, pellegrinistas y mitristas, todos con muy buenos apoyos en el gobierno.

Falleció en Buenos Aires el 28 de Enero de 1977.

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http://www.galeriamuseoaguilar.com/esp/autores/benito-quinquela-martin.html